Domingo, 08 de septiembre de 2013.
Al despertar, esperaba que no fuera otra vez las 3 de la mañana… No lo era. Esta vez, dormimos un poquito más: eran las 6 am. No estaba mal… Los planes para ese día eran de lo más variado y esperábamos que nos diese tiempo a todo.
Pues nada, duchita para espabilarnos y arrancamos con el coche. Al ser domingo a esa hora, el tráfico se notaba que había disminuido un montón; claro, que a la tarde, la cosa cambiaría…
En primer lugar, nos dirigimos a la zona del Downtown, el centro, que lo teníamos cerquita del hotel y donde se encuentran los edificios más altos. Nada que ver con cualquier otra zona de la ciudad. ¡Y me chifló! Soy de las que le gustan este tipo de edificios y por aquí, hay algunos muy bonitos. De hecho, me enamoré de uno que tiene un helipuerto en la azotea de la que íbamos hacia allí; luego, resultó que aparcamos muy cerquita de él y vi que se trataba del hotel “Ritz Carlton”:
Pues lo del aparcamiento, volvimos a dejar el coche en uno público que hay, eso, cerca del Ritz. Fueron $15 y podíamos dejarlo todo el día; deciros también que está vigilado. Ya nada más salir del parking, sabía que me iba a gustar esa zona de la ciudad: por los edificios, el ambiente, … no sé… me gustó bastante más que Hollywood, por ejemplo. Mirad lo que había en una pared de otro hotel que encontramos en nuestro camino… Yo no soy muy aficionada a los vídeo-juegos, pero este lo conozco hasta yo.
La primera parada que teníamos en mente era el Staples Center. Es el estadio de los Lakers, los Clippers, … En fin, es gigante y estuvimos deambulando por ahí durante un buen rato.
Pudimos ver las estatuas de dos grandes leyendas del baloncesto norteamericano y, más concretamente, de los «Lakers»: Magic Johnson y Kareem Abdul Jabbar.
Al ir en septiembre, no había temporada de basket, lo cual fue una pena porque me habría gustado muchísimo volver a otro partido de la NBA –digo “volver” porque la primera vez que fuimos a Nueva York, pudimos disfrutar del espectáculo de un partido de los Nicks-. Lo que sí había era una partido de los Kings, el equipo de hockey sobre hielo de Los Angeles, y debe tener un mogollón de seguidores, porque había una cola para sacar las entradas gigantesca. Me llamó la atención que el 99% de la gente iba vestida con los colores del equipo: camisetas de hockey, t-shirts, gorros, bufandas (¡con el calor que hacía!),… Era una pasada: ¡todos de blanco y negro!
Nos estaba entrando un poquito el hambre y aprovechando que había un Starbucks cerca del «Nokia Plaza», un centro comercial que hay en esa zona, pues allí que nos fuimos. Diréis que si no había más sitios aparte del Starbucks, pero ¿qué os voy a contar? Nos estábamos haciendo adictos a sus sandwiches de pollo césar y a su capuccino. Jejeje… Total, que nos aprovisionamos de nuestros víveres favoritos y nos sentamos en la terraza, a la sombra, que se estaba muy agradable; aprovechamos también que había wifi para ponernos un poco al día con nuestros respectivos mails, whatsapps y demás. Estuvimos un buen rato, hasta que nos dimos cuenta de que si no nos íbamos, se nos iba a echar la mañana encima. Y había muchas cosas que hacer todavía. Así que… ¡a por nuestro Tucson!
Nuestra siguiente parada era Carrol Avenue, el barrio donde está la casa en la que se rodó el videoclip “Thriller” de Michael Jackson y también la de la serie de televisión “Embrujadas” (a pesar de que se ambienta en San Francisco). Yo soy muy fan de la serie, así que estando allí no podía pasar por alto esta visita.
En principio, íbamos a Carrol solamente por este motivo, para ver esas dos casas pero al llegar allí, ¡flipamos con el resto! ¡Son una preciosidad! Es un barrio donde no me importaría vivir… jijiji… ¡como pa´no! Aparcamos en una calle perpendicular a la avenida y dimos un buen paseo parándonos a ver y a fotografiar las casas que más nos gustaban.
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Había una, con una especie de torre en la que vimos esto:
¿Estarían preparándose ya para Halloween? ¿O es que era la decoración habitual de la casa? Quiero creer lo primero…
Dejando atrás ese estupendo barrio que nos dejó enamorados y con penita de no poder comprarnos ninguna de las casas -jeje…-, nos dirigimos hacia “los orígenes” de la ciudad de Los Angeles: El Pueblo. Allí se encuentran Olvera Street y Avila Adobe, la casa más antigua de la ciudad.
Como siempre, nuestra primera “misión” era encontrar sitio para aparcar. En mi guía llevaba anotado que podíamos dejar el coche en el aparcamiento de Union Station, pero por más que buscábamos la entrada… ¡No lo encontramos! Seguramente estaría delante de nuestras narices pero nada, no había manera. Total, que en una de nuestras vueltas vimos uno cuyo precio eran $5 por todo el día y para allá que nos fuimos. En este caso, fue un poco raro: no había nadie para cobrarte, lo cual hizo que dudásemos si dejarlo allí, más que nada porque no sabíamos cómo era el funcionamiento del pago y demás. Nos bajamos del coche y después de mucho leer, creímos entender cómo iba aquello: el caso es que cada sitio –tengo que decir que tampoco era un parking muy grande- tenía un número asignado; luego, donde se supone que en ocasiones está la persona que vigila el aparcamiento, hay una especie de taquilla con cada número; pues bien, tú tienes que meter en el número que corresponda al sitio donde has aparcado, las monedas hasta llegar a los $5 que cuesta. Habrá gente que aparque y no deje nada pero, claro, te “informan” que en cualquier momento puede pasar el responsable y si comprueba que un sitio está ocupado y no ha pagado, te multan. Y ya sabéis cómo son las multas por los EEUU; si no recuerdo mal, en este caso me parece que te “clavaban” $500… ¡como para arriesgarse! La coña nuestra –con perdón- es que no teníamos suficientes monedas y solo billetes… ¡no os podéis imaginar cómo nos costó hacer que el billete entrara en la taquilla! Sí, sí, reíos, reíos… pero no sabéis lo que cuesta. Mira que no podía haber un tío allí pa’ recoger el dinero, vaya…
Bueno, total, que ya bien asegurados que el billete había entrado, nos fuimos primero a hacer una visita a Union Station, a la cual se la conoce como “la última gran estación de ferrocarriles” construida en Estados Unidos, y donde se han rodado un montón de películas: “Blade Runner”, “Speed”, “Pearl Harbor”,…
La verdad es que es una preciosidad: techos altísimos de madera ornamentada, suelos de mármol, … Merece la pena pararse un ratito y entrar para verla.
Habiendo visitado la estación, donde aprovechamos para hacer una paradita en uno de sus sillones híper-cómodos y tomarnos un refrigerio, salimos ya de camino hacia El Pueblo (solamente es cruzar la calle), el origen de lo que hoy en día es la ciudad de Los Angeles. Es una zona con mucho colorido, mucha animación, con un valor histórico excepcional y donde se nota el carácter hispano que recorre sus calles.
Ese día se estaba celebrando algún tipo de fiesta (no pudimos enterarnos muy bien de cual exactamente). Creíamos que era el día de la Independencia Mexicana, pero creo que esa festividad se celebra una semana después. Bueno, en cualquier caso, se notaba ambiente festivo por la calle y pudimos incluso ver a un grupo bailando, con trajes –suponemos- típicos y una música que te dejaba como hipnotizado:
Después de estar un rato viéndolos bailar, nos adentramos en la calle más conocida de la zona: Olvera. ¡Qué maravilla! A pesar del montón de gente que había y del calor, me fascinó. Está todo lleno de puestecitos tipo mercado, con gente híper-amable y donde podías hablar perfectamente español. Alguna que otra compra “cayó”.
A pesar de que era un poco temprano para comer, igualmente nos íbamos fijando y buscando un sitio sobre el que había leído mucho: el restaurante “La Golondrina”. Y enseguida lo encontramos. Es un sitio bastante grande, tanto por dentro como la terraza. Como os digo, era temprano para almorzar –como las 12 de la mañana-, así que me acerqué a preguntarle a la chica de la entrada si había manera de reservar mesa para más tarde, y me dijo que hasta las 4 no nos la podían reservar. Nos parecía muy tarde, por lo que decidimos quedarnos a comer. Y no fue mala la decisión porque entre que entramos, decidimos lo que íbamos a comer y nos lo trajeron, nos dieron la 1. Esa hora ya nos gustaba más y ya sí que teníamos hambre…
Mientras mirábamos la carta, nos trajeron como aperitivo unos nachos con un par de salsas, las cuales estaban bastante “alegres”… jejeje. No comimos muchos porque imaginábamos, por lo que veíamos en las mesas que nos rodeaban, que las raciones eran más bien grandes. Al final, decidimos pedir cochinita pibil (que es algo que comemos por aquí cuando vamos de mexicano), unas fajitas de gambas y yo me pedí para mí (Sergio no quería beber nada por el tema del coche) una margarita. Si os soy sincera… no nos gustó nada de nada. No sé, quizás fue culpa nuestra porque estamos acostumbrados a un mexicano al que vamos siempre en nuestra ciudad y este tipo de comida era un poco distinta, pero lo cierto es que no nos quedaron más ganas de volver a un restaurante mexicano en todo el viaje.
Después de comer y con una brisita que invitaba un poquito más a caminar, nos dimos el último paseo por la zona y luego dirigimos nuestros pasos hacia la Catedral de Nuestra Señora de Los Angeles, la catedral de la ciudad. Ya sabíamos que no era una iglesia al uso, como a las que estamos acostumbrados a visitar por Europa, pero aún así nos llamó muchísimo la atención al verla. Por fuera, más bien parecería un edificio de oficinas si no fuese por la cruz que tiene en la fachada. Y luego, por dentro, asombra su modernidad; es como si estuvieses en un auditorio. Es una visita que nos gustó mucho por lo original y distinto al resto de catedrales que hayamos visto. Además,ese día había algún tipo de celebración -creemos que era de ciudadanos filipinos- y se podían ver muchas flores, señores con el mismo tipo de vestuario, un coro cantando… Estuvimos un rato sentados en uno de los bancos, disfrutando del momento.
Cuando salimos de la catedral, y antes de irnos ya hacia el parking para recoger el coche, dimos un pequeño rodeo y vimos otros dos edificios emblemáticos de la ciudad: el Dorothy Chandler Pavillion y el Walt Disney Concert Hall.
Del primero he de decir que tanto su situación como su estética me gustó muchísimo más que el Teatro Dolby (antes Kodak, si no me equivoco) como sede de la entrega de los Oscars. No sé el motivo por el cuál dejaron de entregarlos aquí, pero a mí me parece mucho más bonito que donde se celebran ahora. Y del Disney Concert Hall, pues lo que decimos todos: que se parece muchísimo al Guggenheim de Bilbao, ¿verdad? Por lo que leí después, al parecer, a pesar de que el museo vasco se construyó antes, los planos del Hall son anteriores. Yo me quedé con las ganas de visitarlo por dentro, pero si lo hacíamos, no nos iba a dar tiempo a seguir con el plan que teníamos y no queríamos perdérnoslo.
Pues ya habiendo visto edificios, asfalto, … ¡nos vamos a la playa! ¡A Santa Monica! Era un cambio de tercio importante y queríamos disfrutar allí del resto del día y poder ver la puesta de sol, cosa que mereció la pena.
Total, que recogimos el coche, pusimos la dirección en el GPS y p’allá que nos fuimos. Y aquí, en este momento, supimos por primera vez lo que significaba un ATASCO –así, con mayúsculas- en Los Angeles. Lo que sería una ruta de aproximadamente 20 minutos en coche, se convirtió en “un poquito” más. Pero como ya sabíamos que en algún momento nos iba a pasar, no nos pusimos ni nerviosos, ni de mala leche: simplemente disfrutamos del momento. Sí, digo “disfrutar” porque nos sentimos como un «angelino» más; es una experiencia que hay que vivir si estás en LA, ¿no?
Total, que después de un buen rato, pudimos llegar a Santa Monica. Antes de bajarnos del coche, el ambiente que respiramos por allí ya era una maravilla. Yo creo que la playa vuelve a la gente más abierta, más despreocupada… ¡me encantó! Ya sabéis lo primero que hicimos: parking. Encontramos uno justo enfrente del Pier, cubierto, que nos costó $20 y cerraba como a la 1 de la mañana. No dimos muchas más vueltas buscando otro más barato porque la cantidad de gente que había allí era bestial y no queríamos perder más tiempo de ir al muelle y a la playa.
Cuando salimos del aparcamiento, lo único que tuvimos que hacer fue cruzar la carretera y ya estábamos en el Santa Monica Pier.
Y nada más comenzar a caminar, lo que nos encontramos fue a un tío como un armario de grande con dos pitones, una de ellas albina, que estaba allí, lo típico, para que cogieras la que quisieras y te hicieras fotos y demás… todo ello dándole una propinilla. ¡Y adivinad quién no se lo pensó dos veces y le pidió que le dejara la albina! Sí señor: ¡una servidora! Y es que me chiflan las serpientes y siempre había querido coger una… ¡qué sensación más maravillosa, chic@s! Había mucha gente alrededor mirando y la mayor parte de las chicas tenían una cara de asquito y me decían que qué valor tenía. Yo estaba disfrutando como nunca. ¡Y las risas que Sergio y yo nos echamos con el tío de la serpientes! Fue una experiencia única. Después de un rato de estar embobada con “mi albina”, se la devolví al chico, le dimos $5 y seguimos nuestro camino por el pier. Yo estaba que no me lo creía. ¡La tarde en la playa había comenzado genial! Jajajaja….
Al poquito, nos encontramos con la señal que marca el fin de la Ruta 66. Nos costó un poquito porque había tantísima gente… Al estar allí, me imaginé lo bonito que sería poder hacer la ruta completa: desde Chicago hasta ese punto. ¡Sería un viaje fantástico!
También vimos el parque de atracciones chiquitín que hay en el muelle y que lleva en funcionamiento muchísimos años. Yo creo que es la imagen más conocida de Santa Monica, en general. Había muchísimos niños disfrutando de los «cachivaches». También había una escuela para aprender a subir al trapecio; ¡molaba un montón! No me hubiese importado dar unas clasecitas en esa escuela… ¿Qué más? Ah, sí, pescadores; había bastantes señores pescando, aunque con el ruido que había en la zona, no sé yo si los peces se arrimarían mucho por allí… jejeje…
Y, por supuestísimo, desde allí se ve lo enooooorme que es la costa y la playa. ¡Una maravilla! Y en la orilla, prácticamente, unas preciosas casitas que me llamaron mucho la atención. ¡Eso sí que es vivir en primera línea de playa! ¡Qué pasada tener una casa ahí!
Bajamos del muelle y comenzamos a caminar hacia el sur, hacia la playa de Venice, por el paseo que hay junto a la arena. La intención, en un principio, era llegar hasta “Muscle Beach” –esa playa tan conocida, donde hay un gimnasio en la arena y está lleno de gente con cuerpos híper-trabajados y súper-musculosos-, pero finalmente no llegamos porque no nos dio tiempo.
Caminamos y caminamos, pero estaba empezando a refrescar y la puesta de sol estaba llegando, por lo que queríamos sentarnos en la arena y prepararnos para vivir este momento. Total, que nos dimos la vuelta y cuando estábamos otra vez ya cerquita del Pier, nos descalzamos y nos metimos en la arena. No pudimos resistirnos y mojamos los pies en el mar: no estaba tan fría como yo pensaba… Una pena no haber tenido más tiempo para poder darnos un buen chapuzón.
Mientras disfrutábamos de la playa, el sol iba bajando poquito a poco y acabó anocheciendo, poniendo el punto final al día de una forma MARAVILLOSA.
Aún así, todavía nos quedaba el último paseíto del domingo: por Third Street Promenade. Es una calle peatonal, paralela a la línea de la playa, llena de tiendas, bares y restaurantes. ¡Y llenísima de gente! Estábamos bastante cansados de todo el día, pero queríamos cenar algo antes de irnos al hotel, ya que eran como las 10 de la noche y no habíamos comido nada desde “La Golondrina”.
No entramos en ninguna tienda, lo cierto es que no nos apetecía, y lo único que buscábamos era algún sitio para poder comprar algo de comer e ir haciéndolo mientras regresábamos por el paseo hacia el parking. Y dimos con un sitio que luego encontramos por varios lugares más a lo largo de todo el viaje: “Wetzel Pretzel”. Allí nos compramos un pretzel de pepperoni y un par de hot dogs que estaban riquísimos. Los disfrutamos, como os digo, de vuelta hacia el aparcamiento, donde cogimos el coche y nos volvimos al hotel.
Había sido un día larguísimo y al siguiente teníamos que darnos un buen madrugón. Así que… ¡a descansar!