Domingo, 04 de Mayo de 2014.
Nos despertamos a eso de las 8 de la mañana. Perfecto, porque aún queríamos aprovecha un poco más Ávila, sin llegar demasiado tarde a Lisboa. Nos duchamos, desayunamos en el mismo hotel y salimos un ratito para hacer un par de compras que se me habían quedado en el tintero. No era mucho y estaba cerquita, así que acabamos en seguida.
Volvimos a recoger las cosas y, mientras Sergio acercaba el coche, yo me encargué de hacer el check-out. Al final, el alojamiento junto con el desayuno nos quedó en 65€.
La primera visita que queríamos hacer, sin salir de Ávila, era al Monasterio de Santo Tomás. Por indicación del chico de recepción llevamos el coche, a pesar de que no quedaba muy lejos, porque de esta forma podríamos salir ya desde allí hacia nuestro siguiente destino. Además, por la zona no hay mayor problema para aparcar (siendo tempranito como era…). En 5 minutos llegamos allí y dejamos el coche al lado del monasterio.
La entrada, que incluye una audio-guía, son 8€ por persona y es tanto para el monasterio, como para la iglesia. La visita de la iglesia tuvimos que “encajarla” entre el horario de la misa –durante el cual no se puede entrar- y las de las comuniones –al ser domingo de mayo, aquello estaba lleno de niños que comulgaban ese día-. Pero no hubo mayor problema con ello, puesto que nos dio tiempo a verlo todo.
Empezamos por el Monasterio, con sus tres magníficos claustros, lo que le hace único. Dentro del propio monasterio se encuentran dos museos: el de Arte Oriental y el de Ciencias Naturales, ambos incluidos en el precio de la entrada. Yo solo entré al primero porque lo de ver animales disecados no es lo mío. La visita se hace rápido porque no son museos demasiado grandes, más bien son unas salas de exposición.
Cuando hubo acabado la misa y antes de que dieran comienzo las comuniones, aprovechamos para hacer la visita de la Iglesia.
En su interior, hay dos cosas que merece la pena ver: el sepulcro del Príncipe Don Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos que murió prematuramente antes de llegar al trono, y el retablo del altar mayor, realizado por Berruguete y que representa escenas de la vida de Santo Tomás de Aquino.
Aparte de esto, se puede hacer la visita del coro, en la parte superior –se accede a través de uno de los claustros-, desde donde se obtienen vistas muy bonitas de la iglesia.
(Nota: no tengo ni idea de por qué no tenemos fotos de esa visita. Yo creo que las hicimos, pero por más que busqué no las encontré… sorry! 🙁 )
Una vez finalizada la visita al Monasterio, nos dirigimos a lo que sería la última parada en la ciudad castellana: Los Cuatro Postes. Desde allí se obtiene la mejor perspectiva de la ciudad amurallada y lo cierto es que las vistas son espectaculares. Nos habían recomendado ir al anochecer, pero como no pudo ser, al menos quisimos que esta imagen quedara en nuestra retina como despedida de esta bonita ciudad que nos había encantado…
Y con estas, pusimos rumbo a Portugal. Destino final: Lisboa. Deciros que, con paradas y demás, nos llevó aproximadamente 5 horas.
Aquí quiero hablaros de un tema un poco “lioso” (¡qué palabra que acabo de inventar!) que nunca nos quedó claro antes del viaje, ni por los foros, ni por la gente con la que hablamos: los peajes.
Veréis, hay muchos peajes electrónicos a lo largo de las carreteras de Portugal (al menos, por la zona por la que nosotros fuimos, que entramos por Salamanca). Leyendo en muchos sitios antes de irnos, vimos que había opiniones para todos los gustos: gente que pagaba, gente que no, otros que les había parado la GNR (guardia de Portugal), otros que ni siquiera se habían cruzado con ellos,… En fin, un lío.
El chico de recepción del hotel en Ávila nos dijo que él iba muchísimas veces a Aveiro (zona de playa que les quedaba más cerca) y que jamás había pagado. Pero claro, quizás lo de no pagar te sea rentable si vas muy a menudo, pero yendo como nuestro caso, una sola vez… Después de mucho pensarlo, decidimos que lo mejor sería pagarlos. No queríamos arriesgarnos a que nos clavaran una multa de 300€ o más que podría fastidiarnos las vacaciones.
Ahora os explico cómo funciona el tema; antes deciros que un consejo que llevábamos bien aprendido era que cargásemos el depósito de gasolina estando aún en España, ya que en territorio portugués el precio subía considerablemente. ¡Y vaya que sí! Paramos en una de las últimas gasolineras que hay antes de Portugal: en Fuentes de Oñoro. Luego nos fijamos que la diferencia de precio llegaba a ser de 0,10€ por litro. ¡Casi nada!
Una vez en Portugal, pasando el primer pueblo nada más salir de España, Vilar Formoso, ya se empieza a ver las indicaciones para que todos aquellos vehículos extranjeros salgan del autopista y realicen los trámites para pasar los peajes electrónicos. Es muy fácil: hay una maquinitas tipo entrada de parking, donde tienes que insertar la tarjeta de crédito a la que quieras cargar los gastos de los peajes; una vez hecho esto, te dan un papel con los datos de matrícula, tipo de vehículo, carretera y demás, documento que tienes que guardar durante toda tu estancia por si te para la GNR, tenerlo como justificante.
A día de hoy, casi dos años después, he de deciros que NUNCA nos llegó al banco el cargo de esos peajes… ¡Ni idea del porqué!
Y con todo en orden y ya tranquilos, seguimos hasta Lisboa, donde llegamos a las 6 de la tarde hora local, más o menos. ¡Por cierto! Que se me olvidaba: almorzamos por el camino, otra vez en plan pic-nic, ya que nos había sobrado alguna que otra cosita de los días anteriores y no era plan de tirarlo a la basura.
Según íbamos llegando, ya empezamos a darnos cuenta de la cantidad de tráfico que se mueve por la ciudad. La diferencia con el resto del viaje, en el que fuimos prácticamente solos por la carretera, era abismal. Pero bueno, Sergio el año anterior ya había sacado “un master de conducción”, al hacerlo por las carreteras de Los Ángeles… jeje… Así que no tuvo mayor problema. Además, para llegar a nuestro hotel no tuvimos que meternos por el centro, sino que salimos directamente del autopista hasta la Praça Marqués de Pombal, plaza en la que estaba situado. Eso sí: esta plaza estaba a tope de tráfico; y eso que era domingo… ¡Al día siguiente sería cuando realmente nos diésemos cuenta de la densidad del tráfico en Lisboa!
Buscamos la entrada del parking –que ya llevábamos reservado junto con la habitación- y mientras Sergio esperaba a la entrada yo me acerqué a la recepción para preguntar cómo hacíamos. Me dijeron que entrásemos directamente al parking y después ya haríamos el check-in. Así lo hicimos, sufriendo un poco porque algunas zonas del aparcamiento eran realmente estrechas… uff… Pero bueno, como os digo, mi gran conductor evitó cualquier tipo de choque, rallonazo o similar.
Hicimos el check-in y fuimos directamente a la habitación, en el séptimo piso, y era enooooorme:
¡Nos encantó! Amplísima, limpísima y tranquilísima. Vamos, que la elección había sido perfecta. ¡Gracias de nuevo Berni! Bueno, que no os lo he dicho: es el “Hotel Fénix Lisboa”.
Y las vistas desde nuestra habitación…
Entonces no lo sabíamos, pero desde esa ventana veríamos una celebración por todo lo alto. Pero eso os lo contaré más adelante.
Organizamos un poco las cosas y decidimos ir a dar un paseo y tener así la primera toma de contacto con la ciudad. Nada más salir del hotel ya me di cuenta de que me iba a encantar.
Bajamos caminando por la Avenida da Liberdade, calle considerada “los Campos Elíseos” de Lisboa, preciosa, con boutiques de moda a ambos lados, con una gran arboleda y que va a desembocar a una de las plazas más importantes de la ciudad: la Praça dos Restauradores y de ahí, a otra plaza emblemática, la del Rossío (su nombre real es Praça de Dom Pedro IV, pero todo el mundo la conoce así).
¡Qué ambiente por esas zonas! ¡Maravilloso! ¡Cuánto lo íbamos a disfrutar!
Yo estaba yo un poco cansada. Entre el viaje y la primera pateada, mi pierna empezaba a molestarme, así que decidimos cenar en plan rápido en un McDonald’s de la plaza del Rossío (11€) y dar media vuelta al hotel.
Tocaba descansar: ya estábamos en tierras lusas y la primera impresión no había podido ser mejor.