Martes, 10 de septiembre de 2013.
Madrugamos otra vez. Hoy hacíamos la primera ruta grande en coche: de Los Angeles a Las Vegas. Teníamos previsto varias paradas, pero por circunstancias que luego os contaré, no pudimos hacer todas las que queríamos. Aún así, el día fue espectacular y “pisamos” tres estados distintos: California, Arizona y Nevada. He de confesaros que en ningún momento conduje yo, siempre lo hizo Sergio; y así fue durante TODO el viaje. ¡Es un campeón! Y, para seros sincera, yo encantada, porque no me gusta nada conducir…
Pues nada, una vez listos y con las maletas ya preparadas, las metimos en el Tucson y ¡a correr! Ni siquiera nos hizo falta hacer el check-out porque como ya habíamos pagado a la entrada, con dejar la llave de la habitación dentro y cerrar la puerta era suficiente. Así que nos despedimos del “Jerry’s Motel”, de LA y nos pusimos rumbo a Barstow, que era nuestra siguiente parada.
Hasta allí hay como una hora y cuarto de viaje (115 millas, aproximadamente), que no se nos hizo muy pesado porque como era la primera vez que íbamos tanto rato en el coche… Además, íbamos recordando las historias que nos habían pasado en Los Angeles y echándolo un poquito de menos. Estamos de acuerdo en que nos quedaron, especialmente, dos cosas importantes que nos hubiera gustado hacer: subir al Observatorio Griffith por la noche, para poder usar los telescopios que tienen y ver las estrellas, y la otra es ir a la zona de Venice Beach y ver, aparte de la playa, sus famosos canales. Para otra vez, ¿no?
Total, que cuando nos dimos cuenta, ya estábamos en Barstow. Ahora había que encontrar el “Walmart” un mega-hipermercado donde lo que íbamos buscando, en esencia, era la ya archiconocida neverita de viaje. Nos costó un ratito encontrarla, porque el sitio es enoooooorme, pero al cabo de un rato de dar vueltas, dimos con ella. Aún estuvimos bastante más tiempo allí, mirando cosas, buscando “avituallamiento” para el viaje,… En fin, que echamos más tiempo del que teníamos previsto y el hambre ya comenzaba a aparecer; pero no nos importaba porque sabíamos que la recompensa a nuestra espera para desayunar llegaría pronto. Jejeje…
Sí chicos, la siguiente parada era… ¡Peggy Sue’s! ¡Madre mía! Había leído muchísimo sobre el sitio y sabía que era especial y muy chulo. Pero nuestras expectativas se vieron superadas absolutamente en todos los sentidos: lo original del restaurante (tipo años 50), la amabilidad de las chicas y la comida, of course!!!
Allí estábamos, en medio de ningún sitio –porque la verdad es que alrededor hay más bien… nada- y con muchas ganas de entrar. En primer lugar, nos llamó la atención que no tienes que esperar a que nadie te siente (como suele ser habitual en casi todos los restaurantes de USA), sino que podíamos sentarnos donde nos diera la gana, tal y como decía este cartel:
Decidimos dar una vuelta por el sitio antes de elegir nuestra mesa: nada más entrar, hay una barra y unas mesitas pegadas a la ventana, muy estilo años 50; un poquito más allá, otra sala un poquito más grande y cuadrada y, otro poquito más allá, una sala enorme, donde decidimos escoger nuestro sitio: pegaditos a las ventanas y a una máquina de discos antigua; aún así, todavía había otra sala más hacia adentro, que luego descubrí al ir al baño.
Total, que nos sentamos –apenas había gente porque eran como las 10:30 de la mañana- y enseguida vino una camarera muy maja que nos puso el café y nos dejó las cartas para que escogiésemos, sin prisa, tomándonos nuestro tiempo, como nos dijo… ¿Y qué escoger? ¡Si con el hambre que teníamos nos apetecía todo! Al final nos decidimos por… lo siento, no me acuerdo de los nombres. Mejor os lo muestro:
El tiempo que estuvimos allí ni lo recuerdo, pero seguro que fue mucho más de lo que esperábamos. No porque tardasen en traernos la comida, sino porque comimos tranquilamente, charlando sobre lo bonito del sitio y disfrutando nuestros platos como si no fuésemos a comer durante el resto de nuestras vidas. ¡Jajaja! Y es que todavía hoy se me hace la boca agua pensando en las “curly fries”, que son patatas fritas pero rizadas… Mmmm…
Cuando acabamos de comer, yo me dediqué un ratito a hacer fotos y aprovechamos también para ir al baño, que también son para verlos. ¡Chulísimos! Bueno, al menos el de chicas, que fue el que yo vi, claro. Pagamos, dejando una buena propina porque se lo merecían y, antes de poner rumbo a nuestra siguiente parada, todavía estuvimos un ratillo en la tienda que hay en el restaurante. Merece la pena, de verdad, chicos. ¡Recomendado 100%!
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Y con el buen sabor de boca –nunca mejor dicho- del Peggy Sue’s, arrancamos rumbo a otra ciudad, en otro estado: Oatman, Arizona. Aquí ya se nos hizo un poco más largo el recorrido: son unas 160 millas más o menos y casi 3 horas de viaje. La mayor parte de las carreteras están genial y se va sin problema, pero para llegar allí… ¡madre mía! Yo no sé si es que el GPS nos metió por donde no era o qué, pero nos metimos por una que…. En fin, lo importante, es que llegamos.
Oatman es un pueblo pequeñísimo, pero muy especial. Estar allí es como estar en una peli del oeste. Si no me creéis, mirad estas fotos:
Peeero… no sólo eso. Lo que lo hace más llamativo son sus “habitantes”: ¡los burros! Sí, sí, como leéis, el pueblo está lleno de burros que campan a sus anchas por todos lados. Si vais, cuidado con las bolsas de plástico, con las ventanillas del coche y con las coces. Jajaja… Yo sufrí un buen cabezazo de uno de ellos por no dejarle “echar un vistazo” a la bolsa que llevaba con unas cosinas que habíamos comprado. ¡Qué cabeza más dura tenía el tío!
Después de nuestra experiencia con estos animalinos tan simpáticos (menos cuando se enfadan), nos pusimos en marcha hacia Kingman, donde se encuentra la famosa locomotora de Santa Fe, que queríamos ver.
La ruta que nos llevaba hasta allí es de unas 30 millas y, en teoría, son como unos 50 minutos. Y digo “en teoría” porque parte de la carretera –especialmente durante los primeros kilómetros- era bastante complicada, aunque las vistas que en ocasiones nos encontrábamos eran impresionantes, así que paramos en alguna que otra ocasión para hacer fotos, por lo que lo que el tiempo que nos llevó llegar hasta allí aumentó considerablemente.
De la que íbamos hacia allí, vimos alguna zona a nuestra derecha donde el cielo estaba poniéndose “un poco” negro… no tenía muy buena pinta, pero por el momento no nos caía ni una gota.
Nuestro plan era ir a comer algo a otro sitio que se recomienda mucho en este viaje: “Mr. D’z”, que está justo enfrente de la locomotora, y luego ir a verla. La primera parte del plan salió bien. La otra… no tanto.
Nos costó un poquito llegar al restaurante porque no tenía la dirección exacta y no sé por qué motivo en el GPS no nos aparecía. Después de mucho buscar por el pueblo (bueno, mucho tampoco porque no es que sea muy grande) dimos con él. El sitio no es tan chulo y tan especial como el “Peggy Sue’s”, pero no está mal y la comida está bastante bien. Sergio, que tenía un poco más hambre que yo, se pidió un hot-dog y un batido y yo un trozo de cheesecake. ¡Una merienda de lo más saludable!
Hubo un momento en el que yo fui al baño y cuando volví, vi que Sergio estaba haciendo una foto por la ventana, al coche. La foto es esta:
¡Estaba cayendo el diluvio universal! Y lo que era peor: la carretera se iba inundando cada segundo que pasaba. ¿Pero y eso? ¿No había alcantarillas o qué? Había que salir de allí lo antes posible porque aquello se estaba convirtiendo en un verdadero río y a mí me daba pavor que nos viésemos envueltos en una de las famosas inundaciones que por allí se anunciaban cada dos por tres en la señales de carretera.
Total, que pagamos a toda prisa y salimos de allí pitando. Mira que teníamos el coche cerca, bueno pues cuando llegamos a él, la mojadura era importante. Y lo que más me fastidió es que , aun teniendo al lado la locomotora, no pudimos ni acercarnos a verla.
Teníamos pensado hacer algunas paradas ante de llegar a la Presa Hoover (donde queríamos detenernos a verla sí o sí), pero viendo la hora que era, lo que llovía y demás, tuvimos que cambiar el plan e ir directamente a la presa, para poder llegar antes de que cerrasen. Nos quedaban por delante unas 100 millas hasta llegar allí, unas dos horas, así que… en marcha. Por suerte, solo nos llovió un poquito más mientras salíamos de Kingman, pero luego el cielo volvió a abrirse y tuvimos una ruta tranquila.
Cuando llegamos a la presa estaba ya oscureciendo y teníamos miedo de que ya no nos dejaran entrar, pero vimos que se dirigía hacia allí un autobús de una empresa de tours de Las Vegas, por lo que supusimos que no habría problema.
Llegamos a la zona de entrada y allí nos paró un policía simplemente para echar un vistazo al coche. Sin problema. Seguimos el camino hasta uno de los parkings que hay todavía en el estado de Arizona. Es chulo, porque simplemente con cruzar el puente, ya estás de nuevo en Nevada.
Se nos había hecho de noche cerrada, pero aún así las vistas de la presa son espectaculares.
Queríamos llegar a cruzar el puente completamente porque sólo habíamos hecho la mitad del camino, pero cuando nos estábamos aproximando casi al final, llegó un tío de seguridad o un policía, la verdad que como estaba oscuro no supe distinguirlo, y nos echó de allí sin contemplaciones. Le pedí permiso un minuto para sacar la última foto, pero el tío era un borde del carajo y me dijo que de eso nada, que ya estaban cerrando y que no se podía. ¡Madre mía! ¡Qué humor el chaval! Seguramente se acababa su turno y tendría ganas de irse pa’ su casa o algo porque vaya malas pulgas tenía. Bueno, al menos habíamos podido disfrutar de las vistas de la presa, una verdadera obra de ingeniería; estaría bien, para otra ocasión, poder hacer la visita guiada. Tomamos nota.
Nuestro día casi había terminado ya. Sólo nos faltaba llegar a Las Vegas. ¡Otra vez! ¡No me podía creer que en apenas 40 minutos volviésemos a estar en la ciudad! Y esta vez iba a ser muy especial: llegábamos de noche y en nuestro propio coche… La otra vez que habíamos estado, llegamos a medio día y en taxi… Quiet different!
¡Y vaya si lo fue! De la que íbamos en el coche, lo cierto es que veíamos algún que otro hotel-casino pequeñito que hacía que la oscura carretera “brillara” un poquito. Pero al ir acercándonos… wow!!!! Todavía tengo grabada en mi retina la imagen que vi al dar una curva y, en la distancia, ver Las Vegas. Era como una estrella en medio de la nada. Increíble experiencia; una de las imágenes más bonitas que conservo de estas vacaciones y, en general, de cualquier otro viaje.
Y ya, una vez en el “meollo”… uff! Sin palabras. El tráfico, el ruido, las luces,… Mira que estábamos cansados del viaje, pero mereció la pena totalmente.
Directamente nos dirigimos a nuestro hotel: el Bellagio. Como ya os comenté, ya habíamos estado en él en nuestro anterior viaje y lo de quedarnos de nuevo allí fue decisión de Sergio. De hecho, fue de las pocas decisiones que tomó él…jijiji… Y lo cierto es que yo estaba totalmente de acuerdo con él, para qué engañarnos. ¡Me chifla! El servicio es excepcional, la atención inmejorable, las habitaciones gigantescas,… en fin, que es una maravilla hospedarse aquí. Este quizás fue nuestro capricho del viaje.
Total, que al llegar fuimos directamente al valet parking, porque como llevábamos las maletas no queríamos andar con ellas p’atrás y p’alante. Nos quedamos con mi bolsa de mano y el trolley chiquitín y el resto se lo dejamos al door man, que luego nos las subiría a la habitación.
Hicimos el check-in en un santiamén porque a esa hora no había mucha gente. Todo correcto, según nuestra reserva; nos dieron las llaves junto con un mapita chiquitín del hotel (que es in-men-so) y cruzamos todo el casino para llegar a los ascensores de huéspedes, esquivando a un montonazo de gente que estaba por allí jugando: ¡ambiente de Vegas! Jejeje… A la entrada de los ascensores –hay 12, si no recuerdo mal- siempre hay un tío de seguridad al que le tienes que enseñar la llave, para evitar que a la zona de las habitaciones suba gente que no está hospedada allí.
La verdad es que estábamos muertos y lo único que queríamos era llegar a nuestra habitación, darnos una ducha e irnos a dormir. El día había sido muy largo e inolvidable: muchas sensaciones, muchas cosas nuevas y muchos recuerdos que aún hoy permanecen en nuestra mente y en nuestras conversaciones. ¡Y todavía quedaba tanto…!