Miércoles, 07 de mayo de 2014.
Hoy sí que tuvimos que poner el despertador porque queríamos madrugar para salir temprano hacia un destino que yo tenía especial ganas de conocer: Sintra; y más concretamente, el Palacio da Pena.
Así que a las 7:15 ya estábamos en pie y a las 8:30 más o menos, cogimos el coche en dirección al pequeño pueblo cerca de Lisboa (fue la única vez que sacamos el coche del parking).
Nos llevó como unos 30 minutos llegar (con pérdida incluida y pagando un peaje de 0,30€) y desde allí, subimos al Palacio. No tiene pérdida porque está todo muy bien indicado. Hay que subir un buen trecho por una carretera más bien estrecha, pero bueno, nosotros estamos acostumbrados a las carreteras asturianas… jeje.
Dejamos el coche en el último parking, justo antes de la verja de entrada y allí compramos los tickets: 13€ por persona. No es muy barato que se diga pero para mi gusto, bien merece la pena. Una vez pasada la verja, hay que caminar un ratito hasta llegar al propio Palacio; este camino se puede hacer en un trenecito que cuesta, si no recuerdo mal, 3€, pero a nosotros nos apetecía caminar y disfrutar de la vegetación del lugar, compuesta por miles de especies botánicas de todo el mundo.
Éramos de los primeros visitantes porque acababan de abrir así que pudimos disfrutar prácticamente solos durante toda la visita.
El Palacio fue en su origen un monasterio de frailes jerónimos, y cuando estos se trasladaron al barrio de Belém, Fernando II compró las ruinas, lo reconstruyó y lo convirtió en la residencia de verano de los reyes portugueses que la utilizaron hasta 1910, año en el que pasó a formar parte del Estado.
Consta de 26 dependencias, las cuales pueden visitarse en su mayoría. De todos los palacios portugueses, este es el único que conserva casi intactos los muebles y objetos tales como los dejaran sus últimos ocupantes reales.
Como os decía antes, es una visitar que merece muchísimo la pena y que aconsejo no perderos si tenéis la posibilidad. Estuvimos allí durante un buen rato, hasta que empezó a llegar mucha gente, momento en el que decidimos irnos. Nos dio tiempo a verlo todo con calma y disfrutar de sitios mágicos…
Una vez salimos del Palacio cogimos el coche hacia abajo, hacia Sintra y buscamos sitio donde aparcar; de este modo, podríamos disfrutar del pueblo en sí y de la visita a otro sitio muy especial: la Quinta da Regaleira.
Lo de encontrar sitio para dejar el coche nos llevó un buen rato, ya que estaba todo a tope. Después de varias vueltas, fuimos a dar a un parking –zona azul- que hay cerca de la estación de tren y allí lo dejamos por 2€ (podíamos dejarlo, como máximo, 4 horas).
Con el coche ya “colocadito” nos fuimos a dar un paseo por Sintra, pueblo declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1995. El centro en particular es precioso, lleno de callejuelas llenas de cuestas que se entrelazan entre sí y por las que es fácil perderse… ¡un gustazo! Paseamos un buen rato hasta que nos entró el hambre. Y qué mejor, ya que estábamos allí, de entrar en un local muy conocido llamado “A Piriquita” para probar sus famosos travesseiros, que son unos dulces de hojaldre, rellenos de dulce de huevos y almendra, y espolvoreados de azúcar. ¡Buenísimos! Nos pedimos uno para cada uno, un café para Sergio y un agua para mí y pagamos 5€ en total.
Con el estómago ya a punto, nos dirigimos a lo que sería la última visita en Sintra: la Quinta da Regaleira. Se encuentra a 5 minutos a pie del centro del pueblo y, al igual que el Palacio da Pena, no tiene pérdida y es otra visita obligada. Mejor, si vas con mucho tiempo. La entrada cuesta 6€ y tienes acceso a todo… que es mucho…
La Quinta, tal y como la conocemos ahora, data de principios del XX, cuando fue adquirida por Antonio Carvalho Monteiro, un millonario filántropo que con la ayuda del arquitecto Luigi Manini construyó este espacio que incluye un palacio, un pequeño lago, varios torreones, una capilla y un impresionante pozo de iniciación de ¡nueve plantas! Por todo el complejo se encuentran, además, referencias a la masonería y a los templarios, como la Cruz de la Orden del Temple esculpida en el pozo iniciático.
Aquí, en este pozo, fue donde echamos buena parte de la visita, explorando todos sus rincones y haciendo mil y una fotos…
Además, sus jardines, llenos de especies exóticas de árboles y plantas, sorprenden por sus túneles secretos, sus cascadas escondidas y sus bellísimas fuentes.
Al comprar la entrada, nos dieron un mapa ¡y menos mal! porque para visitarla es muy necesario, si no, puedes perderte muy fácilmente. Y de hecho, aún con el mapa, alguna que otra vez nos perdimos pero bueno, también esto forma parte del encanto de la visita. El lugar es mágico, maravilloso… no sé cómo describirlo. Yo creo que hay que estar allí para vivirlo. De nuevo os recomiendo: no os la perdáis. A nosotros no nos dio tiempo a verla entera, ¡y mira que estuvimos bastante rato!
Cuando nos dimos cuenta, se nos había echado el tiempo encima y decidimos salir para comer algo rápido antes de que se acabara el tiempo del parquímetro. Encontramos de camino una pizzería con buena pinta y allí decidimos parar; no teníamos mucho tiempo para ponernos a buscar nada más. Yo me pedí una pizza y Sergio una hamburguesa, más las bebidas, y pagamos 25€. No es precisamente barato, lo sé, pero imaginamos que al tratarse del centro de Sintra los precios no iban a ser muy económicos. Al acabar tuvimos que darnos un poco de prisa en el paso para llegar al coche que estaba un poquito alejado del centro.
Una vez allí, nuestra siguiente parada iba a ser el punto más occidental de la Península y, por consiguiente, de Europa: el Cabo da Roca.
Y en el camino hacia el cabo fue cuando se produjo algo que a Sergio le encantó y que a mí, digamos que…. no tanto. El caso es que seguíamos indicaciones del GPS y en una nos perdimos; bueno, no pasa nada, porque siempre está la opción B y “la amable señorita” del Tom-Tom nos llevaría por otro lado. ¡Claro que nos llevó por otro lado! ¡Hicimos un “off-road” que ni Carlos Sainz en el Dakar! ¡Madre de dios! Aquello no había por dónde cogerlo: piedras, baches, arena, tierra, acantilado por mi lado… ¡uff! Sergio lo estaba pasando pipa pero yo iba con unos nervios que acabé con un dolor de cabeza “de agárrate y no te menees”.
En fin, al menos nos duró demasiado: al cabo de unos 15 minutos salimos de nuevo a carretera “normal” y nos encontramos con la señal que nos indicaba que ya habíamos llegado:
Como os digo, este es el punto más al oeste de Europa, lo que yo llamo “la puntita de la nariz de la Península”.
En este punto hay una monumento que consta de una cruz colocada sobre un promontorio de piedra, donde están inscritas las coordenadas exactas del cabo.
Estuvimos un ratito disfrutando de las magníficas vistas al Atlántico y luego pusimos rumbo a otra ciudad que nos pillaba de camino hacia Lisboa: Cascais.
Es un pueblecito que, para mi gusto, es demasiado turístico; igualmente, decidimos pararnos a dar un paseíto y a merendar, que a mí ya me estaba entrando el hambre.
Aparcamos en una zona de nuevo con parquímetro, donde gastamos unos 3€ más o menos, que aún nos sobraron. Dimos un paseo por el pueblo y encontramos una pastelería que tenía un montón de pasteles… mmm… no sabía por cuál decidirme. Nos sentamos en la terraza y por 6,50€ merendamos un par de cafés (el mío “especial”, que llevaba de todo) y un pastel que nos dio para los dos. Todo muy rico.
Decidimos volver al coche e ir ya hacia Lisboa, pasando antes por Estoril (está a 5 minutos de Cascais) para ver el famoso casino. Sin embargo, no nos gustó nada, así que ni siquiera nos detuvimos. No sé, creo que nos lo esperábamos de otro modo. Nos decepcionó un poquito. Pero vamos, que tampoco nos disgustamos mucho…jeje…
La vuelta se hizo rápida, pero el problema surgió al entrar en la rotonda del parking del hotel. Si te confundes de carril, que fue lo que nos pasó,… ¡hala! A dar la vuelta a la “mega-rotonda” y de nuevo de bruces con el tráfico lisboeta. Tardamos tanto tiempo en entrar en el parking como en ir de Cascais a Lisboa.
Como era temprano para cenar y tampoco es que tuviésemos hambre después de haber merendado, decidimos ir a dar una vuelta por la Baixa, barrio que todavía no “habíamos tocado”, pero esta vez sin cámara y con calma. Mi pierna estaba pidiendo un poco de relax.
De vuelta al hotel, paramos en la parte alta de la Avenida da Liberdade, en un kiosko de perritos calientes y allí que nos dimos un buen atracón de los riquísimos hot-dogs que servían. ¡Qué buenos! Pedimos uno completo, otro con queso, un agua y una cerveza y pagamos 11€. No os penséis que con uno de esos perritos te quedas con hambre: llevan de todo y más.
Teníamos al lado el hotel y antes de irnos a acostar, paramos por vez primera –y no sería la última- en el bar, a tomarnos una copa y disfrutar del ambiente relajado que había allí. Bueno, relajado también hasta cierto punto, porque se estaba jugando el final de la Taça da Liga (lo que es la liga de fútbol allí) y el ambiente estaba animado porque uno de los equipos que jugaba era el de la capital: el Benfica. Equipo que, al final, ganó; con “tan buena suerte” que el sitio donde los aficionados celebraron la liga fue… ¡la Praça Marqués de Pombal! ¡Como para dormir! Y eso que estábamos en un séptimo piso. Total, que aprovechamos que en la tv ponían uno de nuestros programas favoritos en el canal internacional para verlo. Al mismo tiempo, de vez en cuando nos asomábamos a la ventana y allí se reunía cada vez más gente. Aún así, al poco rato de ver la tele, estábamos tan cansados que caímos rendidos… Otro día más que habíamos disfrutado muchísimo del país vecino y aún quedaba más…