Viernes, 10 de Junio de 2016.
Hoy iba a ser nuestro último día completo en Nueva York… 🙁 El viaje estaba llegando ya a su fin, pero antes de ponernos tristes, debíamos pensar que aún teníamos unas cuantas horas por delante y queríamos seguir disfrutando tanto como pudiésemos de nuestra ciudad preferida.
Así que, como había sido habitual en los últimos días, comenzábamos la jornada desayunando en el «Europa Café» de Times Square; y es que, ¿no dicen que cuando algo funciona para qué vas a cambiarlo? Pues eso. Nuestro desayuno de todos los días (sería el penúltimo) y en marcha a nuestro destino de la mañana: Central Park.
Decir Central Park es decir Nueva York. No hay visita que se precie a la Gran Manzana sin pasar por el denominado «pulmón de Manhattan». Este parque urbano, el más grande de la ciudad y uno de los más grandes del mundo, mide más de 4 kilómetros de largo y 800 metros de ancho. En sus 340 hectáreas se dan cita lagos, praderas, zonas que parecen casi bosques,… ¡y hasta un zoo! Es el lugar preferido de los neoyorquinos para practicar deporte, así que no es de extrañar ver gente corriendo, en bici, practicando baseball, fútbol (o soccer, como ellos lo llaman), o cualquier otro deporte.
Siempre, en nuestras anteriores visitas, habíamos pasado por allí y esta no iba a ser menos. De hecho, nuestro plan era tomárnoslo con calma y pasear sin rumbo y sin prisa por el parque. Cogimos la línea B del metro en el Rockefeller Center y subimos hasta la parada de la calle 86, que nos dejó en uno de los barrios «altos»: el Upper West Side.
El paseo por el parque lo íbamos a comenzar en uno de los lagos artificiales: el Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir. Este antiguo embalse fue construido entre los años 1858 y 1862 y toma su nombre actual de la esposa del Presidente Kennedy en 1994, ya que este era uno de sus lugares preferido (de Jackie) para hacer running mientras estaba en Nueva York; no en vano es uno de los mejores lugares para esta práctica, ya que su perímetro -con 2,54 kilómetros en total- está habilitado para tal fin. Es por esto que, si vais a pasear por su alrededor, debéis tener cuidado de no molestar, tropezar o entorpecer el paso de los corredores… tengo entendido que no les hace mucha gracia esta «invasión»…
Tras disfrutar un rato de las vistas, recorrimos un poco del perímetro del lago, siempre en dirección sur, para seguir conociendo otros rincones del parque, y en todo nuestro paseo, pudimos ver los típicos puentes que tantas veces hemos visto en películas y series. Puentes como este:
Concretamente este es uno de los tres puentes decorativos hechos de hierro fundido que atraviesa el sendero denominado «Bridle Path».
Recorrimos este sendero, rodeado de árboles, hasta el East Drive, un camino que atraviesa al anterior desde el lado este del parque. Bajando por él, y sin necesidad de llegar a su base, se puede observar el Obelisco, -también conocido como «La Aguja de Cleopatra»-, el objeto hecho por el hombre más antiguo de Central Park y el monumento exterior más antiguo de todo Nueva York. Este es el «hermano gemelo» de otro obelisco situado en Londres, ambos construidos por orden del faraón Tutmosis III en el siglo XV a.C. No sé a vosotros, pero a mí me encantan este tipo de monumentos; de hecho, uno de mis viajes pendientes, desde bien pequeña, es Egipto; ¡ojalá y algún día pueda contaros que he estado allí! 😉
Un poquito más al sur del Obelisco, llegamos a otro lago, aunque este muchísimo más pequeño que el Reservoir. Se trata del Turtle Pond. ¿Y por qué se llama Estanque de las Tortugas? Muy sencillo…
Aquí habitan hasta cinco especies distintas de tortugas y son una monada verlas todas juntitas tomando el sol. ¡Parecen las playas de Benidorm en pleno Agosto! ¿A que sí? Jajaja…
En la esquina suroeste del Pond se encuentra situado uno de los lugares que, para nosotros, era nuevo en Central Park: el Castillo de Belvedere. Este lugar es uno de los cinco centros de visitantes del parque, además de ser una estación meteorológica; desde 1919 el Servicio Nacional de Meteorología ha medido el tiempo en Nueva York desde la torre del castillo, con la ayuda de instrumentos que miden la dirección y la velocidad del viento, entre otros.
Desde lo alto del castillo se obtienen las mejores vistas de Central Park y alrededores. No en vano, su nombre viene de la traducción italiana de «belvedere», algo así como «vista bonita».
Subir es gratis, aunque al inicio de la escalera hay una urna en la que te piden un donativo para la conservación del edificio; como solemos hacer en estos casos, no dudamos en sacar un par de billetes del bolsillo y contribuir con la causa. Por cierto, que hay que andar con ojo porque la escalera es muy estrecha y sirve tanto para subir como para bajar, así que hay que controlar que no haya gente bajando cuando tú te pones a subir; pero bueno, como esto es América y todo esta debidamente organizado, hay una señora con una pantalla que le ofrece imágenes de la escalera y ella te indica cuándo debes subir y cuándo esperar. En nuestro caso, tras una corta espera porque bajaba muchísima gente, nos dio paso y pudimos emprender el camino hacia lo alto del castillo.
Vale, no tengáis muy en cuenta esas manos mías agarrándome a la piedra como si no hubiese un mañana… ya todos conocéis mi miedo a las alturas, ¿no? xD
Por cierto, el Castillo está abierto todos los días de 10 de la mañana a 5 de la tarde y lo cierto es que, si estáis por el parque, bien merece la pena subir y obtener otra perspectiva desde las alturas.
Bajamos del Belvedere Castle y nos fuimos hacia el oeste, pasando junto al Jardín de Shakespeare, una zona dedicada el escritor inglés llena de flores y plantas mencionadas en sus obras y poemas. Y a unos metros de allí, otro de los lagos de Central Park: The Lake, de 7,3 hectáreas. Los diseñadores del parque, Frederick Law Olmsted y Calvert Vaux, idearon este lago con la idea de que en verano se botaran pequeñas embarcaciones de remos y en invierno se usase como pista de patinaje; a día de hoy, los barcos siguen en funcionamiento, pero no así la pista de hielo.
Una de las mejores vistas de The Lake (y para mí del parque) se obtienen desde un pequeño promontorio en una de sus orillas, denominado Hernshead. Este lugar toma su nombre de una roca que una vez debió de tener la forma de la cabeza de una garza (hern o heron en inglés), un ave que solía ser vista muy a menudo en Central Park.
No es demasiado difícil llegar hasta allí, aunque sí que hay que ir con cuidado porque no deja de ser una roca sin ningún tipo de acceso hecho por el hombre. Cuando nosotros llegamos, tuvimos la suerte de que no había nadie y pudimos sentarnos un buen rato a descansar y disfrutar de las vistas.
Decidimos proseguir nuestra ruta hacia el memorial dedicado a John Lennon situado a la altura del edificio Dakota (donde vivía y donde lo mataron): Strawberry Fields. El lugar lleva el nombre de una de las canciones favoritas de Lennon, «Strawberry Fields Forever». Fue inaugurado oficialmente el 9 de Octubre de 1985, cuando se cumplían 45 años del nacimiento del cantante; su viuda, Yoko Ono, trabajó con el arquitecto paisajístico encargado y con el Central Park Conservancy, para hacer de éste un lugar especial. El mosaico se creó en Italia, basado en diseños greco-romanos, y en su centro puede leerse otra canción mítica de Lennon: «Imagine».
Como siempre nos había pasado en anteriores ocasiones, el lugar, pese a ser considerado un «lugar para el silencio», estaba lleno de gente que no dejaba de hablar sin respetar en absoluto esa idea. Una pena, que a veces las personas no sepamos comportarnos como debiéramos. En fin…
Aprovechando que estábamos cerca, salimos un momento de los límites del parque para ver -otra vez- el famoso Edificio Dakota, el lugar donde, como os decía arriba, vivía Lennon y donde fue asesinado a tiros por Mark David Chapman, el 8 de Diciembre de 1980.
Y un poquito más arriba, el preferido de Sergio en toda la ciudad: el San Remo. ¡Precioso!
Volvimos sobre nuestros pasos y entramos otra vez al parque hasta dar con un lugar que seguro todos hemos visto miles de veces en la televisión: Bethesda Terrace, considerada el corazón de Central Park. En el plan original del parque, sus diseñadores crearon esta terraza en una posición más alta, para unir The Lake con el paseo que se encuentra justo enfrente (The Mall) y dejar una zona de paso tanto para peatones como para carruajes.
Las tallas que podemos ver en la zona que da al lago representan las estaciones del año, mientras que en la parte que da al Mall, lo hacen las horas del día.
Pero lo que más se conoce, creo yo, de este lugar es su fuente: Bethesda Fountain, que conmemora la puesta en servicio del acueducto de Croton, la infraestructura hidráulica inaugurada en 1842 que permitió a los neoyorquinos disponer de agua potable.
En el folleto editado en 1873 con motivo de la inauguración de la fuente, su escultora cita un verso bíblico del Evangelio de San Juan donde un ángel bendice la piscina de Bethesda, otorgándole poderes curativos; es por ello que, desde entonces, tanto a la fuente como a la zona a su alrededor, se les conozca con este nombre.
En la base de Bethesda Fountain aparecen cuatro querubines de 1,20 metros de altura que representan la paz, la salud, la pureza, y la templanza. Y en lo alto, el conocido «Ángel de las Aguas», una figura femenina alada de casi 2 metros y medio de altura, esculpida en bronce con un estilo neoclásico; con su mano derecha bendice el agua de la fuente, mientras que en la izquierda porta un lirio como símbolo de pureza de las aguas.
Nos sentamos un ratito en la fuente pero, con el solazo y el calor que hacía, lo que más apetecía era meterse dentro; aunque, a pesar de «la pureza de las aguas», tal y como nos cuenta el Ángel ;-), creímos que no sería prudente, así que proseguimos nuestro camino.
Ahora nos dirigimos hacia el este, en busca de una estatua que a mí me gusta mucho y que me apetecía volver a ver: «Alicia en el País de las Maravillas». Dicen que es la preferida por los niños, pero yo diría que los no tan niños también nos volvemos un poco enanos en su presencia… jeje… La primera vez que estuvimos allí, en nuestro primer viaje a Nueva York, me subí en lo alto (está permitido, no penséis que soy una «fuera de la ley» ¡jajaja!), pero en esta ocasión ni se me ocurrió porque al estar hecha de bronce, y con el sol que pegaba de lleno, ¡no os podéis imaginar cómo quemaba! Así que… mejor de lejos…
La estatua está situada en uno de los extremos de otro de los lagos del parque, el Conservatory Water, aunque quizás debería decir que no es un lago propiamente dicho, sino más bien un estanque. Éste no formaba parte del plano original del parque, si no que se creó posteriormente para navegar botes a escala y de control remoto. Por ello, no es de extrañar ver a las orillas un montón de críos jugando con los barquitos. Bueno, y lo que no son barquitos…
Rodeamos el Conservatory y nos metimos de lleno en The Mall, un paseo con cuatro filas de olmos americanos, que constituye uno de los más largos paseos en Norteamérica con este tipo de árboles.
Por los alrededores del Mall siempre hay muchos puestos de comida callejeros, sobre todo con perritos calientes, pretzels, bagels… así que como ya había pasado -de largo- la hora de la comida, nos aprovisionamos con una buena cantidad de cosas y nos fuimos a comer a Sheep Meadow, la mayor extensión de césped de Central Park. ¡Qué gozada y qué privilegio poder comer «tirados» en el suelo en ese lugar! Uno de los mayores placeres de la vida…
Allí estuvimos un buen rato, comiendo, descansando, viendo a la gente alrededor,… en fin, DISFRUTÁNDOLO.
¡Fijaos si perdimos la noción del tiempo, que casi nos quedamos dormidos!
Nos habríamos quedado allí para siempre, pero teníamos que volver al hotel para ponernos guapetes para el plan de la noche, aunque antes aún dimos otra vuelta por las cercanías, dando un rodeo. Salimos del parque de nuevo por la zona de Upper West Side, hacia Central Park West…
… para luego coger la calle 64th y darnos de bruces con el Lincoln Center.
Construido entre 1962 y 1969, este gran complejo cultural y artístico es centro de las más importantes actuaciones de ópera, música y ballet. Alberga, entre otras cosas, la sede de la New York Philharmonic Orchestra, del New York Ballet y la New York City Opera, y la Juilliard School, la prestigiosa escuela de música, danza y teatro.
¡Cómo me gustaría poder ver algún día una ópera, un ballet, un concierto… lo que fuera! 😉
Seguimos hacia el sur, por Broadway, hasta llegar a la rotonda de Columbus Circle, y caminamos en paralelo al lado sur de Central Park, por la calle 59. En la esquina de ésta con la 5ª Avenida, encontramos la Grand Army Plaza, frente a la cual está situado todo un icono de la ciudad: el Hotel Plaza.
Con una arquitectura semejante a un castillo renacentista francés, este emblemático hotel abrió sus puertas en 1907. Por aquel entonces, una habitación costaba $2,50, mientras que hoy en día reservar la misma habitación cuesta la friolera de $3750. ¡Casi nada! La Comisión para la Conservación de Lugares de Interés de la Ciudad de Nueva York concedió el estatus de «Lugar de Interés Histórico Nacional» al Plaza en el año 1988; junto con otro clásico, el Waldorf Astoria (cerrado recientemente para reformarlo), son los dos únicos hoteles de Nueva York que llevan este título.
A lo largo de los años, el Plaza ha sido testigo de numerosas historias, secretos y cotilleos. No en vano, entre sus famosos huéspedes podríamos nombrar a Los Beatles, Marilyn Monroe, el escritor F. Scott Fitzgerlad, Groucho Marx, Mark Twain… y un largo etcétera. Como se suele decir… ¡si las paredes hablaran!
Dejando atrás el hotel, bajamos ya por la 5ª Avenida hasta el hotel, donde decidimos que nos quedaríamos un rato a descansar para luego prepararnos para lo que iba a ser nuestra «despedida por todo lo alto» de Nueva York.
Como ya os comenté en la entrada anterior, teníamos las entradas para subir al Top of the Rock para las 19:30, así que un ratito antes salíamos del hotel y poníamos rumbo al Rockefeller Center.
Aún quedaba un rato para poder subir, así que nos dedicamos a dar una vuelta por la plaza, haciendo un poco de tiempo…
La estatua de la foto superior, que seguro que todos conocéis, es de Prometeo, y se encuentra en la terraza de la plaza. Sí, donde en invierno ponen la pista de hielo y el árbol de Navidad cuyo encendido es tan famoso en el mundo entero. Ahora, de verano, hay terrazas donde poder cenar o tomar una copa. Como siempre, estaba lleno de gente.
Cuando llegó la hora de subir al TOR, nos dirigimos al vestíbulo del Edificio GE, donde se sitúa el mirador. Tras pasar el control de seguridad, como ya teníamos nuestras entradas, nos fuimos directamente a la cola de los ascensores. Sin mucha espera, nos metieron en uno de ellos y, tras un ascenso de más de 200 metros en un minuto (ojito con los taponamientos de oídos…jeje), con un espectáculo de imágenes y sonido proyectado en el techo, nos bajamos en la planta 67; a partir de ahí, puede uno moverse libremente entre éste y el piso 70.
Como siempre he dicho este es mi mirador favorito de toda la ciudad, y es que desde aquí se obtienen unas vistas que quitan el hipo. ¿Que no? Para muestra, un botón…
Paseamos sin prisa por todos los pisos, una y mil veces, contemplando Nueva York a nuestros pies. Y cuando empezó a ponerse el sol, pudimos ver una imagen cuanto menos graciosa de la gente arremolinada frente a los cristales…
… y digo «graciosa» porque esa parte da al Hudson, con lo que las vistas no eran las mejores. Pero de este modo, el resto de zonas quedaban libres, con lo que pudimos disfrutar casi a solas de ellas. 😉
Y así, la noche fue cayendo sobre la ciudad poco a poco.
(la foto nocturna no tiene muy buena calidad, y es que no está permitido el uso de trípodes, con lo que resultaba un poco complicado)
Ya era noche cerrada cuando bajamos del mirador y empezábamos a tener bastante hambre, así que no lo pensamos mucho y decidimos -casi- finalizar el viaje como lo habíamos empezado: en el «Angelo’s Pizza». Una buena cena de despedida a la italiana, que siempre es un acierto. 😉
Ahora sí que se acercaba el final de nuestra aventura. ¡Qué pena! Bueno, aún nos quedaba el medio día de mañana, así que… ¡tendríamos que aprovecharlo! 🙂