Viernes, 23 de Septiembre de 2016.
Sin necesidad de despertador y habiendo dormido muy bien, nos despertamos a eso de las 7 de la mañana en lo que iba a ser nuestro primer día completo en Londres. Y nuestra primera visita del día iba a ser uno de mis lugares favoritos de toda la ciudad; de hecho, he ido allí siempre que he visitado la capital británica: la Torre de Londres.
Pero antes había que desayunar y cargar pilas para lo que iba a ser una mañana «a tope». Justo al lado de la estación de metro había una cafetería con muy buena pinta y donde había muchísimos bollos, croissants… así que allí mismo entramos. El lugar se llama «Exmouth Coffe Co.» y por £9.80 nos tomamos un café, un zumo y dos bollos, atendidos por una chica súper amable y que hablaba español.
Cuando salimos, como aún era temprano (la Torre abre a las 9:00) y no quedaba nada lejos de donde estábamos, decidimos ir caminando. Apenas tardamos 15 minutos en llegar. Cuando lo hicimos, ya estaba abierto -eran como las 9:15 más o menos- y nos dirigimos a las taquillas para sacar las entradas; ya sabéis que llevábamos la oferta del 2×1 gracias a nuestros billetes del Stansted Express, así que pagamos solo una entrada: £25. ¡No sabéis el dinero que nos ahorramos gracias a esto!
Ya con nuestras entradas, nos dispusimos a hacer la visita, casi sin gente gracias a la hora tan temprana a la que fuimos. Nos dieron la posibilidad de coger una audio-guía (si no recuerdo mal cuesta £4), pero decidimos no usarla porque echaríamos demasiado tiempo y teníamos más planes para la mañana.
La construcción de la Torre de Londres se inició durante el reinado de Guillermo el Conquistador y es, en realidad, un castillo que ha servido a lo largo de su historia de palacio, observatorio, casa de la moneda…; pero si por algo es conocida es por su historia, tan fascinante como sangrienta, como prisión y patíbulo.
Entramos en el recinto a través de la entrada principal, que te lleva delante de la Puerta de los Traidores, conocida así porque era el lugar por donde entraban los presos acusados de de este delito, uno de los más castigados de la época.
Una vez dentro, fuimos a visitar a los habitantes más famosos de la Torre: sus cuervos. Cuenta la leyenda que Carlos II solicitó que se mantuvieran siempre allí, ya que creía que el reino se desmembraría si se marchaban.
A día de hoy, aún se conservan al menos 6 y se les cuida como si fuesen ahora ellos, los reyes que habitan el lugar.
Como podéis apreciar, se encuentran en sus jaulas, y cada uno tiene la suya propia, con su nombre. Pero también pudimos ver, durante nuestro paseo, alguno «deambulando» por allí con total libertad…
Nuestra siguiente parada fue La Torre Blanca, cuya construcción comenzó en el 1078 y fue la «Torre» de Londres original, y es el edificio más conocido de todo el recinto:
Construida para inspirar miedo y sumisión a los rebeldes ciudadanos de la ciudad, su altura destacaba sobre las cabañas de los campesinos que vivían en de los alrededores.
En su interior, alberga fabulosas colecciones de cañones, pistolas y armaduras para hombres y caballos, incluida una de Enrique VIII. Como tanto mi padre como yo disfrutamos con estas cosas, no nos perdimos ninguna de las exposiciones, y echamos un buen rato en la visita.
Cuando salimos de la Torre Blanca aún había muy poca gente y nos fuimos directamente a otra de las «joyas» del lugar, nunca mejor dicho: la torre que alberga las Joyas de la Corona. Esta es la entrada, en los Waterloo Barracks:
Se rumorea que todo lo que se ve allí puede valer como unos 20.000 millones de libras. ¡Casi nada! El núcleo de la exposición está formado por varias coronas, incluida la imperial -con 2868 diamantes, además de zafiros, esmeraldas, rubíes y perlas- y la corona de platino de la reina Isabel, famosa por su diamante de 106 quilates, «Koh-i-Noor» («Montaña de Luz»). Rodeado de mitos y leyendas, se cree que este diamante confiere un poder enorme a quien lo posea, aunque si es un hombre, su destino será una muerte atormentada. Nada de fotos porque, obviamente, está prohibido…
Justo a la entrada de esta exposición, a mano izquierda, se pueden ver a la Guardia Real Inglesa. Sí, esos señores con los gorros taaaan altísimos, que no se mueven les hagas las tontadas que les hagas… (que conste que yo nunca las he hecho, pero sí que he visto a mucha gente que no para de hacer el ridículo frente a ellos).
Nuestra siguiente parada dentro de la Torre fue el Museo de los Fusileros, en el edificio situado a mano izquierda según sales de los Waterloo Barracks, que antiguamente eran los cuarteles de los oficiales del ejército y que, a día de hoy, se sigue usando para algunas ceremonias y cenas.
Entre las joyas de este museo podemos ver 12 medallas de la Cruz Victoria (la condecoración más alta al valor «frente al enemigo» de todas las condecoraciones británicas, que puede ser entregada a los miembros de Fuerzas Armadas de los países pertenecientes a la Commonwealth), el uniforme del rey Jorge V o un Estandarte del Águila de uno de los regimientos británicos durante las Guerras Napoleónicas.
Historia y más historia que tanto a mi padre como a mí nos fascina, así que no podíamos perdernos este pequeño museo, alguna que otra vez olvidado por los otros lugares más conocidos de la Torre.
Saliendo del Museo de los Fusileros, todo recto llegamos al Patíbulo de la Torre Verde. Aquí tuvieron el ¿privilegio? de ser ejecutados personajes tan importantes para la Historia de Inglaterra como Ana Bolena (segunda esposa de Enrique VIII y cuya historia por todos es conocida), Catherine Howard (quinta esposa) o la condesa de Salisbury, Margaret Pole (que también fue ejecutada por este mismo rey). Parece que a Enrique VIII no le temblaban las piernas cuando se trataba de ordenar la ejecución de sus mujeres, ¿no? ¡Cómo me gusta la historia de los Tudor!
El lugar está «marcado» con una escultura conmemorativa del artista Brian Catling y un poema recordatorio:
A la izquierda del patíbulo está la Torre Beauchamp, a la que también entramos, donde los prisioneros de alto rango aguardaban para ser ejecutados y donde se pueden ver inscripciones que dejaron en las paredes.
Justo a la izquierda se encuentra la Capilla Real de San Pedro ad Vincula (encadenado), aunque no pudimos acceder a ella porque solo se hace con visitas guiadas. Una pena, porque es el único lugar de la Torre que me falta por ver, nunca lo he conseguido… ¿para la próxima? 😉
Era hora ya de irnos; habíamos visitado la mayor parte del recinto y a esa hora ya empezaba a llenarse de gente, así que salimos hacia nuestra siguiente parada, no sin antes hacer alguna que otra compra (un libro para mí sobre la historia de la monarquía británica), y una foto con otro de los lugares más conocidos de Londres y que puede verse desde dentro de la Torre:
Sí señores, el Tower Bridge, el puente más conocido de toda Inglaterra y uno de los más famosos del mundo. Y hacia allí dirigimos nuestros pasos, para cruzarlo a pie (cosa que yo nunca había hecho) y pasar al otro lado del Támesis.
Se trata de un puente levadizo construido en el año 1894, cuando la ciudad era un próspero puerto. Dentro de una de sus torres (la norte) se puede ver una exposición donde se cuenta la historia del edificio; también se puede bajar a la sala de máquinas victorianas, desde las que se controlaban las pasarelas del puente; a día de hoy, la electricidad ha relevado a los motores hidráulicos y de vapor originales.
Una vez cruzado el puente, nos dirigimos a mano derecha para llegar a nuestro siguiente destino de la mañana: el HMS Belfast, una visita que, organizando el viaje, consideré «de obligado cumplimiento» al ir con mi padre. Él, nada más que lo vio en una de las guías que yo le dejé, dijo: «ahí tienes que llevarme». ¡A sus órdenes! 😉
Se trata de un barco que se botó en 1938 y que sirvió en la II Guerra Mundial, donde ayudó a hundir al acorazado alemán Scharnhorst; también colaboró en el bombardeo durante el Desembarco de Normandía y, más tarde, participó en la Guerra de Corea.
La entrada cuesta £16, pero de nuevo con el voucher del Stansted Express, obtuvimos las dos entradas por el precio de una.
Dentro del barco se pueden ver exposiciones que muestran cómo era la vida a bordo en época de paz, así como en campañas militares.
Y aquí, a petición de mi señor padre, mi teléfono «chifló» con todas las fotos que le hice. ¡Jajaja! ¡Cómo disfrutó con esta visita! Era como llevar a un niño chico a un parque de atracciones. ¡Y yo encantada, claro está!
Después de deambular por el barco subiendo y bajando a cada una de sus cubiertas con sus distintas exposiciones (camarotes, salas de máquinas, salas de planos,…) nos fuimos a comer. Eran ya como las 12:30 de la mañana y empezaba a apretar el hambre.
Por cierto, que desde la pasarela que lleva al barco, se obtienen unas vistas espléndidas tanto de la Torre de Londres como de Tower Bridge…
Para comer escogimos un pub típico inglés que encontramos a apenas 10 minutos caminando, situado a la orilla del río: el «Old Thameside Inn». Nos sentamos en la terraza de afuera, ya que el tiempo invitaba a ello y nos comimos uno de los platos típicos ingleses, el cual no yo no quería que mi padre se fuera sin probar: fish & chips. Los dos platos (pedimos lo mismo) con la cerveza de rigor, nos costó unas £28.
Antes de cambiar completamente de zona, nos acercamos a un lugar que yo tenía ganas de ver porque nunca antes había estado y se encontraba cerca de allí. Eso sí, solo lo vimos desde fuera, porque sé que a mi padre esto «ni fú ni fá»; ya volveré yo y haré la visita que se merece. Se trata del Shakespeare’s Globe. A diferencia de otros lugares dedicados al escritor inglés, el nuevo Globe se diseñó para que se pareciese al original lo máximo posible, y eso quiere decir que… carece de techo; por eso, muchas veces, y debido a la gran cantidad de días lluviosos de Londres, los espectadores no les queda de otra que aguantar bajo la lluvia las representaciones. Yo pagaría gustosamente la entrada para ver alguna… ¡incluso a pesar del agua!
El edificio tiene forma de O y, aunque hay gradas de madera, mucha gente prefiere quedarse de pie frente al escenario, tal y como hacían los espectadores más pobres en el siglo XVII..
Desde el Globe, nos fuimos a coger el metro a la estación más cercana que nos llevaría a nuestro siguiente destino, y esta era la estación de Blackfriars. Para llegar hasta allí cruzamos el Millenium Bridge, puente diseñado por Norman Foster y Antony Caro y desde el que se obtienen unas vistas fantásticas de la cúpula de la Catedral de San Pablo. Y es que este puente une la orilla sur del Támesis, delante de la Tate Modern, con la norte, en las escaleras de Peter’s Hill, bajo esta catedral.
El destino al que nos dirigíamos y donde pasaríamos gran parte de la tarde era la zona de los museos de Kensington, así que nos bajamos en la parada de South Kensington. Concretamente el primero al que íbamos a ir era el Museo de Historia Natural, uno de los más queridos y los más visitados de Londres.
El edificio principal, una verdadera maravilla, está realizado con ladrillos y terracota de color azul y arena, y merece una visita en sí mismo. Es obra Alfred Waterhouse y está lleno de columnas talladas, bajorrelieves de animales, esculturas de plantas y vidrieras fabulosas.
Además, la entrada es gratuita, como muchos otros museos de la ciudad.
El museo es gigantesco y su visita podría llevar tranquilamente una tarde entera. Como nosotros no teníamos tanto tiempo, nos centramos en ver lo más llamativo y lo que más nos llamaba la atención (principalmente a mi padre). Lo primero que pudimos ver en la sala central, llamada Hintze Hall, y que parece la nave de una catedral, es la estrella del museo: Dippy, un gran esqueleto de diplodocus. Al parecer, el año que viene lo sustituirán por la osamenta real de una ballena azul.
Siguiendo con los dinosaurios, nos dirigimos hacia la Sala Azul, donde pasamos al lado de los velociraptores, triceratops y el asombroso Tyrannosaurus Rex animatrónico, que brama y agita la cola. ¡La celebridad de la sala!
Dentro de la misma sala también hay una zona dedicada a los mamíferos, presidida por una maqueta de la ballena azul a tamaño real, la mayor criatura que haya existido jamás.
A estas alturas mi padre ya se daba por satisfecho con la visita a este museo y decidimos cambiar al siguiente, que se sitúa justo enfrente: el Museo de la Ciencia. También de entrada gratuita, este museo de 7 plantas es uno de mis favoritos de Londres, al ser interactivo y poder toquetear la mayor parte de las cosas.
Además, en la sala «Exploring Space» se puede ver una galería con cohetes y satélites auténticos, así como una réplica a tamaño natural del Eagle, el módulo lunar que llevó a Neil Armstrong y Buzz Aldrin a la luna en el año 1969. Después de mi vista este año al Museo Smithsonian del Arte y el Espacio en Washington DC, esta otra en Londres, me la recordó bastante (aunque este museo es, obviamente, mucho más pequeño).
Después de un buen rato de deambular por el museo, ambos estábamos super cansados, así que decidimos salir y buscar algún sitio para sentarnos y descansar un rato. Habíamos salido del hotel a eso de las 9 de la mañana, eran como las 6 de la tarde y no habíamos parado más que el ratito del almuerzo.
Nos sentamos en un banco a la salida del museo, en la calle Exhibition Road, y pensamos en lo que íbamos a hacer, ya que habíamos acabado con los planes que llevábamos para ese día. Y lo que decidimos ¡ir de shopping! Bueno, a decir verdad lo que hicimos fue acercarnos hasta Harrod’s, los archiconocidos grandes almacenes donde la mayor parte de las plantas no es apta para todos los bolsillos… Eso sí, mirar es gratis, así que eso no nos lo quita nadie. Aunque, a decir verdad, alguna que otra cosilla (eso sí, de precio asequible) cayó. 😉
Y siguiendo con el afán consumista, y para que mi padre viera lo que es una calle comercial DE LAS GRANDES, cogimos el metro y nos fuimos hasta la parada de Oxford Circus. La idea era dar un paseo por dos de las arterias principales de la zona: Oxford y Regent Street, pero al bajarnos del metro era tal la multitud con la que nos encontramos que nos empezamos a agobiar bastante así que cambiamos el destino y nos fuimos a otra calle con muchas tiendas también, pero más tranquila y más especial: Carnaby Street, que se encuentra a 5 minutos de donde estábamos.
Tras un paseíto y alguna compra más (pocas ¿eh? no os creáis…jiji), decidimos dar por terminado el día porque estábamos de-rro-ta-dos. Volvimos al metro de Oxford Circus y nos fuimos ya para el hotel, pero antes de subir paramos en un «Tesco» (un supermercado altamente recurrido por Sergio y por mí en nuestros viajes a Londres) donde compramos un par de sandwiches, unas patatas y algo de postre para cenar en la habitación -£6.13-. Todo buenísimo, a pesar de ser de super.
Y ya era hora de descansar. Aún quedaba el sábado y, no lo sabíamos, pero sería un día lleno de sorpresas… 🙂