Sábado, 28 de Mayo de 2016.
Hoy nos despedíamos de Washington DC, una ciudad que nos había encantado; a pesar del calor, de las caminatas bajo el sol, de los andamios del Capitolio y de la cantidad de gente… ¡nos había enamorado! Con mucha penita dejábamos la capital y emprendíamos camino hacia una nueva etapa del viaje: el Condado de Lancaster.
Como teníamos que recoger el coche en el aeropuerto Reagan a eso de las 09:30 de la mañana, tuvimos que madrugar -otra vez- un poquito. Bajamos a buscar un sitio cerca del hotel donde desayunar antes de irnos y lo único que encontramos abierto a esas hora fue un «Dunkin Donuts», donde nos tomamos un par de cafés y dos bollos por $7.
Al finalizar, volvimos al hotel a acabar de recoger todas las cosas, hicimos el check-out (rápido y sin problemas) y nos fuimos al metro que nos llevaba al aeropuerto; hicimos, por tanto, el mismo viaje que a nuestra llegada, pero al revés: de la estación de Farragut West hasta el aeropuerto Ronald Reagan, con la línea azul.
Una vez allí, y como la parada del metro está en la terminal de llegadas, solamente tuvimos que salir y dirigirnos hacia la zona de alquiler de coches; no tiene pérdida porque está lleno de carteles indicadores.
La reserva del coche la habíamos hecho unos meses antes a través de la web de «RentalCars», al igual que habíamos hecho en nuestro viaje por la Costa Oeste del 2013. Lo llevábamos ya pagado porque era más barato y lo único que tendríamos que pagar allí, una vez dejásemos el vehículo -en este caso en Boston-, era el plus por devolverlo en un estado distinto.
Ya en la zona de las diversas empresas de alquiler de coches, buscamos dónde estaba situada Budget, que era nuestro proveedor y después de alguna que otra vuelta porque nos liamos un poquito, la encontramos en el 2º piso. El check-in para la entrega del coche fue muy rápido, con una chica muy amable y que no nos ofreció nada «extra» para intentar endosarnos algo más… ¡Perfecto! Ahora solo teníamos que bajar a la zona de parking y coger nuestro coche; nos habían dicho en qué zona y número estaba aparcado y mientras lo buscábamos estábamos nerviosos por saber qué tipo de coche nos tocaría. Ya sabéis que en estos casos, cuando haces la reserva, siempre escoges el tipo que quieres y te suelen poner como ejemplo una marca… «o similar», con lo cual nunca puedes estar seguro 100% del coche que vas a conducir. Nosotros, al igual que en la Costa Oeste, habíamos solicitado un vehículo del tipo que ellos llaman SUV, que nos parecía el más cómodo por el tema de equipaje y demás. Y cuando llegamos al nuestro…. ¡sorpresón! ¡Qué pedazo de «carro»! Un «Nissan Pathfinder» blanco, enorme y nuevecito. Sergio no daba crédito y hasta que no comprobó si se abría con el mando que nos habían dado, no se lo creyó. ¡Jajajaja! Y aquí os presentamos a nuestro compañero de caminos…
¿No os parece grande? Quizás en esta otra foto se aprecia mejor:
Para dos «lebreles» no está nada mal, ¿no? Fuimos todo el viaje comodísimos y la mar de bien.
Pues nada, una vez que nos acomodamos en nuestro compañero de viaje para los próximos días, emprendimos ruta hacia el Condado de Lancaster, aunque dimos un pequeño rodeo para parar antes en un lugar que queríamos visitar: Gettysburg.
A estas alturas ya nos conocéis un poquito y sabéis lo que nos gusta la historia norteamericana, así que no podíamos dejar pasar la oportunidad de visitar el campo donde se libró una de las batallas más importantes de la Guerra de Secesión Americana. Así que pusimos en nuestro GPS «Gettysburg National Military Park» y en menos de 3 horas llegamos a nuestro primer destino del día. El viaje por carretera, sin incidencia alguna, por cierto; la mayor parte del trayecto transcurrió por el estado de Maryland y al llegar al de Pensilvania, éste nos recibía así: 😉
La visita a Gettysburg, que forma parte de la red de Parques Militares Nacionales, debe comenzarse en su Centro de Visitantes (la dirección exacta es 1195 Baltimore Pike) y para llegar allí tuvimos que dejar el coche en uno de los parkings que hay a la entrada; cuando llegamos los dos primeros ya estaban repletos de coches, con lo que dedujimos que la cantidad de gente que iba a haber sería importante; encontramos un hueco en el parking 3 desde donde llegas al Centro de Visitantes en unos 10 minutos a pie a través de un sendero muy bien indicado.
Una vez en el centro, pudimos coger un montón de información gratuita y mapas del campo de batalla y sus alrededores. De ese modo, podíamos organizarnos y saber lo que íbamos a ver. Pero al estar mirándolo, nos fijamos que había la opción -entre muchas otras- de hacer un tour guiado en autobús que te llevaba por todas las zonas del parque; además, incluía también la entrada al Museo sobre Gettysburg, a la película «A new birth of freedom» («El renacimiento de la libertad»), narrada por Morgan Freeman y al denominado Cyclorama, que no teníamos muy claro lo que era…
¡Genial! Decidimos escoger esa opción porque nos parecía la más completa, así que nos pusimos a hacer cola para sacar las entradas. Peeeeero… cuando llegamos y el chico nos dijo la hora del tour en bus…. ¡se nos cayó el alma a los pies! Y es que la hora del tour más temprano en el que nos podía meter era a las 15:30. Considerando que la visita duraba unas 3 horas y que luego tendríamos que seguir camino hacia nuestro destino final en Lancaster, decidimos que era demasiado tarde. Le comentamos al chico si no podía «colarnos» en algún tour antes de esa hora, pero por más que miró y requetemiró, no encontró nada. ¡Ooooh! Nuestro gozo en un pozo… 🙁 Bueno, pues nos tuvimos que conformar con la entrada sin el tour en autobús. Pagamos por cada una de ellas $25.
De la visita «de interior», o sea del museo y el Cyclorama, no tenemos fotos porque estábamos tan ensimismados viéndolo todo que ni nos acordamos de las cámaras. Sí, ya veis cuánto nos gustan este tipo de sitios.
Lo primero que hicimos fue pasar al Museo propiamente dicho, donde la visita es libre y puedes ver todo tipo de cosas relativas a la batalla de Gettysburg: armas usadas, uniformes de los dos bandos (la Unión y la Confederación, norte y sur), diarios de soldados -los que combatían aquí eran mayoritariamente voluntarios-,… un sinfín de cosas para pasarte mucho más rato del que estuvimos, la verdad.
Y es que a la 1 teníamos la entrada para pasar al teatro donde ponían la peli de la que os hablaba antes: un documental muy interesante -y que se hace más chulo aún con la voz de Morgan Freeman…- sobre aquellos 3 días de Julio de 1863 que marcaron un antes y un después en la historia de América. No es plan de ponerme a contaros ahora acerca de la Guerra Civil Norteamericana, pero sí que os puedo decir que en este campo de batalla el entonces presidente Abraham Lincoln (ya sabéis, un personaje que me encanta y más aún después de esta visita) pronunció uno de sus más famosos discursos: «…ese gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo…» . Discurso que permanece grabado en piedra en el Lincoln Memorial de Washington que habíamos visitado un par de días atrás.
Y por último, tras finalizar la peli, nos dirigieron al famoso Cyclorama. Entramos allí sin tener ni idea con lo que nos íbamos a encontrar y lo que vimos, nos dejó gratamente sorprendidos. A ver, debo reconocer mi ignorancia y confesaros que antes de esta visita, ni siquiera sabía lo que era un ciclorama. A día de hoy ya sabemos que se trataba de una pintura mural, muy popular en Estados Unidos y Europa a finales del siglo XIX, que se desplegaba 360º en auditorios especiales para la ocasión; el público se colocaba en el centro de este escenario y se creaba un ambiente como de tres dimensiones. Y entre los escasos cicloramas que se conservan a día de hoy, destaca este de Gettysburg, que describe el punto más álgido de la batalla. La obra mide 8,2 metros de alto y 109 de circunferencia y es una de las pinturas más grandes del mundo.
Así que imaginaos al entrar allí… ¡espectacular! Además, no solo ves la pintura en sí, sino que también está todo lleno de atrezzo para darte la impresión de que estás dentro del campo de batalla. Lo cierto es que contándolo no suena tan chulo como lo es en realidad. La pena es no tener alguna foto que mostraros pero tampoco habrían sido lo suficientemente buenas…
Cuando salimos del Cyclorama era ya la hora de comer y, como tampoco había mucha opción, decidimos comer algo rápido en la cafetería del propio Centro de Visitantes. Lo cierto es que es bastante grande y ofrece cierta variedad de cosas (para ser una cafetería de un museo, vaya). Había mucha gente, pero tienen un montón de mesas largas donde no nos fue difícil encontrar un hueco. Comimos una pizza de pepperoni, un sandwich, unas patatas y un par de cokes y pagamos €11; no nos pareció nada caro en comparación con otras cafeterías de museos en las que hemos estado.
Bueno, pues después de todas estas visitas y del almuerzo, tocaba salir al exterior y explorar un poco más el lugar de verdad, donde había tenido lugar la batalla real… Así que, mapa en mano, emprendimos nuestro camino. He de deciros que al principio nos liamos un poco y dimos alguna que otra vuelta sin sentido, pero una vez localizamos el sendero para llegar al battlefield, el resto fue pan comido. Y aquí sí que hicimos fotos; muchas fotos. De los soldados que descansaban mientras esperaban a entrar en combate, …
…, de alguno de los múltiples memoriales que se extienden por todo el campo, …
…, de algún que otro soldado confederado derrotado, …
…o de la conocida como «Lydia’s House». Esta pequeña casita, propiedad de Lydia Leister, situada en una posición militarmente estratégica para la batalla, hizo las veces de cuartel para los soldados de la Unión y fue en ella donde el General Meade llevó a cabo -el 02 de Julio de 1863- la reunión con los jefes de sus tropas donde se organizaría lo que a posteriori constituiría la gran victoria sobre el ejército de los confederados.
La extensión del campo y de todo lo demás que se encuentra dentro del propio parque (cementerios, bosques…) abarca muchísimo más que lo que la vista te deja admirar.
De hecho, hay otra opción más que nos hubiera gustado hacer pero ya se nos echaba el tiempo encima. Y es la de hacer tu propio tour en coche. En el mapa que se puede obtener en el Centro de Visitantes, te marca las distintas rutas. Habría sido una bonita forma de conocer el lugar pero, como os digo, teníamos que irnos ya… 🙁
Para seros sincera, como en el momento de la organización del viaje esta parte no estaba demasiado clara que la fuésemos a llevar a cabo, no la preparé lo suficiente. Pero me di cuenta una vez allí, cuando ya era demasiado tarde. A día de hoy, creo que habría dejado un día completo para la visita a este Parque Nacional. ¡Una pena! Pero bueno, quién sabe, quizás algún día volvamos…
Y con el buen sabor de boca que nos había dejado Gettysburg, emprendimos camino, a eso de las 4 de la tarde, hacia nuestro hotel en el Condado de Lancaster: el «Econo Lodge Lancaster». Nos llevó llegar hasta allí como una hora y veinte minutos y durante el trayecto ya pudimos ir viendo las típicas granjas que durante esos días nos encontraríamos por todo el condado:
Queríamos visitar esta zona porque es una de las mayores de Estados Unidos donde se pueden encontrar comunidades Amish, cristianos anabaptistas que rehúsan en gran medida el contacto con el «mundo exterior». Tratan de de preservar su identidad no utilizando las artificialidades de un mundo moderno, que consideran que no les va a aportar nada; de esta forma no tienen electricidad o agua corriente, entre otras cosas. Basan su vida, por tanto, en su amor a Dios, el pacifismo y la sencillez.
Llegamos a nuestro hotel como a las 5:30 de la tarde y enseguida hicimos el check-in y nos fuimos «a inspeccionar» el lugar. Deciros que este hotel fue el peor -con diferencia- que nos encontramos en nuestro viaje, pero no nos sorprendió demasiado porque ya íbamos advertidos por nuestros amigos Neli y Misael que se quedaron allí en su viaje por la zona. Es el típico hotel de carretera americano; no es que estuviese sucio ni mucho menos, pero se veía viejo y al entrar en la habitación había un olor tan fuerte que Sergio apenas pudo pegar ojo esa noche; el olor no era malo, sino más bien a ambientador… o eso creía yo hasta que Sergio «confesó» una vez que nos fuimos, que se trataba de un spray que usan para matar arañas y similares. En fin, yo estaba tan cansada que dormí como un bebé… jejeje…
Lo dicho: una vez dejamos las cosas en la habitación -que por otra parte he de decir que era muy amplia- y nos hubimos asegurado de dejar la ventana un poco abierta para ver si se iba el «tufo», cogimos el coche y nos fuimos en busca de alguno de los famosos puentes cubiertos que hay en el condado. Y ya en el camino nos cruzamos con un buen número de Amish que iban en sus buggys (no utilizan coches, por supuesto).
Deciros que las poquitas fotos que les hicimos (nos habían dicho que no les gustaba y, si no me equivoco, tampoco su religión les permite las imágenes de sí mismos, y no quisimos ser mal educados ni molestarles) fueron todas de espaldas, para como digo no incomodarlos; y si alguna les pudimos hacer de frente, fueron todas desde el coche, por lo que la calidad es muy mala.
En fin, sigo con los puentes cubiertos… La mayoría fueron construidos durante el siglo XIX y muchos de ellos están cerrados al tráfico hoy en día. Hoy en día hay un total de 28, similares al que sale en la famosa peli de Clint Eastwood y Meryl Streep, «Los puentes de Madison».
Habíamos leído que no eran del todo fáciles de encontrar, pero el primero que descubrimos fue el más sencillo de todos: se trata del Herr’s Mill Bridge.
Como se puede observar en la foto, está cerrado al paso tanto de vehículos como de peatones y es que, según ponía un cartelito en uno de sus lados, la madera está en bastante mal estado y sería imposible que aguantase peso.
Para verlo bien, dejamos el coche en un camino apartado que había por allí cerca y así pudimos acercarnos, incluso hasta ver el interior:
Estaba en un lugar muy bonito, junto a un molino, de ahí su nombre (mill = molino).
Cuando visitábamos el puente me pasaron dos… digamos anécdotas con los Amish. La primera de ellas fue mientras cruzábamos el trozo de carretera que separaba el puente del lugar donde habíamos dejado el coche; y es que yo iba un poco detrás de Sergio y cuando él ya la había cruzado a mí me quedaba un ratito y de repente vi un buggy venir por «mi carril», así que pensé que como yo era la que estaba en el lugar que no debía, la que tendría que procurar apartarme lo máximo posible era yo, cosa que hice subiéndome casi al quitamiedos del lado de la carretera, para dejarles paso suficiente. Pues bien, al cruzarse el buggy, que era sin capota e iba ocupado por una pareja de chicos jóvenes, el chico me hizo un gesto mirándome rápidamente y tocándose el sombrero en señal de agradecimiento. Me pareció curioso porque nos habían dicho que no tenían muchos gestos así con los English (palabra con la que se refieren a los «no Amish«), al menos no con los que no conocen de la comunidad.
La segunda anécdota me ocurrió mientras estábamos viendo el puente y esperaba a que Sergio sacase sus fotos: llegó al lugar en el que yo estaba un grupo de tres críos Amish con un mini-buggy tirado por un pony, cosa que me pareció la mar de divertida (recordad que hasta entonces no habíamos visto ninguno…). Me entraron unas ganas enormes de enfocarles con mi cámara y ponerme a tirar fotos como una loca, pero pensé que no les gustaría nada y me quedé con las ganas. Lo que sí hice fue mirarles mucho, reconozco que incluso de manera muy poco disimulada, sin dejar de sonreírles, porque la estampa me parecía fantástica. Pero lo más gracioso de todo es que ellos debían estar pensando lo mismo de mí… ¡porque hacían lo mismo! No dejaban de mirarme -eso sí, con más disimulo- y de sonreír. ¡Menuda imagen! A día de hoy pienso que debería haberme acercado a ellos y, con educación, pedirles si podía sacarles una foto, aunque fuera de espaldas, peeeero… como se suele decir: «el español piensa bien, pero tarde». Jeje…
En fin, después de la visita a este puente, fuimos en busca de algún otro. Teníamos una lista que habíamos buscado en internet, pero no sé si es que no era muy de fiar o que las coordenadas no eran del todo correctas, pero hubo muchos que no logramos localizar. Hasta que llegamos al Neff’s Covered Bridge.
En este caso, como podéis ver, sí que está abierto al tráfico. Lo malo es que no hay ningún lugar muy cercano en el que se pueda aparcar y bajar a verlo más de cerca, así que nos limitamos a cruzarlo un par de veces y hacer alguna foto desde el propio coche.
Se estaba acercando ya la hora de la cena, así que dejamos la búsqueda de puentes por hoy y nos dirigimos al pueblo de Strasburg, una pequeña localidad conocida como «La ciudad del Ferrocarril en Estados Unidos», donde hay múltiples atracciones basadas en este medio de transporte.
Dimos una vuelta sin bajarnos del coche porque teníamos hambre y buscábamos un sitio que habíamos visto de la que íbamos en busca del último puente cubierto y que nos había llamado mucho la atención. Era un motel-restaurante donde las habitaciones son vagones de tren. ¡Un sitio muy chulo! Y como vimos que tenía la posibilidad de cenar allí, no lo pensamos demasiado. El sitio en concreto es este:
Eran ya como las 8 y media de la tarde y el hambre apretaba bastante -nunca habíamos cenado tan tarde- así que preguntamos si aún servían cenas y nos dijeron que sin problema. Pues allí, en un vagón de tren convertido en restaurante, nos tomamos un meatloaf (pastel de carne), una coal burger (hamburguesa a la brasa) y las bebidas por $40; estaba todo muy rico y era muy contundente, servido con ensalada de patata, y no sé cuántas cosas más. Vamos, que tal y como habíamos leído y nos habían dicho, en esta zona no es muy probable que pases hambre. 😉
Y tras este largo día en el que pasamos por unos cuantos estados americanos, nos fuimos a descansar a nuestro hotel. Mañana sería un día un poco… bueno, digamos que no fue el mejor del viaje… pero ya os contaré.
Por cierto, por si os interesa: el tufo de la habitación seguía «estando allí».